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Punisher: juicio en las sombras

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Los juicios se han caracterizado por juzgar a las personas por sus pésimos actos. Hay algunos que han tenido resultados interesantes y curiosos, teniendo decisiones que fueron tema de conversación en las noticias y hoy veremos cómo Frank Castle es juzgado por sus acciones en Venezuela

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Nueva York. 3 días antes del juicio

La lluvia caía con fuerza sobre Nueva York, como si el cielo supiera que algo importante se avecinaba. En el centro de detención federal, Frank Castle, el hombre que alguna vez fue temido como The Punisher, se sentaba esposado frente a una mesa de acero. Frente a él, con su habitual calma estoica, Matt Murdock aguardaba. El murmullo de los guardias al fondo se mezclaba con el tic-tac del reloj de pared. Había un silencio tenso, como si incluso el aire evitara interferir.

—¿Crees que pueda salir de esta? —preguntó Frank con voz áspera, sin rodeos. Sus ojos cargaban años de guerra, muerte y decisiones que no dejaban dormir.

Matt bajó ligeramente la cabeza, sus lentes oscuros reflejaban la tenue luz del neón parpadeante.

—No se trata de salir limpio, Frank —dijo con sinceridad—. Se trata de decir la verdad. Y la verdad... no te hace bueno ni malo. Solo te hace humano.

Frank resopló, una mezcla de risa amarga y resignación.

—¿La verdad? ¿Y eso qué me da? ¿Redención? ¿Perdón? No hay vuelta atrás cuando manchaste el mundo con sangre, Matt.

—No —respondió Matt sin dudar—. No te da redención. Pero te da claridad. Y en este momento, es lo único que puede salvarte de ti mismo.

Frank lo miró fijamente, como si intentara escarbar detrás de esa calma moral que definía a Murdock. Luego, suspiró y apoyó sus manos esposadas en la mesa.

—Derroqué a un dictador, Matt. Venezuela vivía en un infierno. ¿Y qué pasó? Cayeron otros. Siria. Bielorrusia, Irán, Cuba. Incluso Putin ya no está. ¿Eso es malo?

—Lo que hiciste generó un cambio eso no lo niego... pero también caos y destrucción —dijo Matt, con tono firme—. Nadie duda de que hubo tiranos como Maduro o Putin... pero actuaste como juez, jurado y verdugo. Y eso no puede ignorarse.

Frank apretó los dientes. Su mandíbula marcada parecía aún más tensa bajo las luces frías del lugar.

—¿Y si te dijera que Mephisto me ofreció todo esto? —susurró casi con desprecio—. Me dio la oportunidad de volver a ver a mi familia… solo si yo causaba esto.

Matt frunció el ceño.

—¿Aceptaste un trato con él?

—No lo sé. No fue un trato claro. Fue una visión. Un susurro. Una promesa… y luego estaba ahí, con las armas, el plan y los medios para hacerlo. Yo solo apreté el gatillo.

Matt se inclinó hacia adelante.

—Y ahora tienes que contar eso. En el estrado. Dejar que el mundo sepa quién eres... y por qué hiciste lo que hiciste.

Frank lo miró, por primera vez con una chispa de vulnerabilidad.

—¿Y si al final... todo fue en vano?

—Entonces no serás el primero en cargar con las consecuencias de tus decisiones. Pero quizás, solo quizás, puedas cerrar ese ciclo que te mantiene atrapado entre guerra y guerra.

El reloj marcó la hora. La visita terminó y Matt sentía que su tiempo había concluido.

Frank se puso de pie. Los guardias se acercaron, preparados para escoltarlo de regreso a su celda. Antes de marcharse, giró la cabeza hacia Matt una última vez.

—No soy un héroe, Matt. Nunca lo fui.

—Tampoco fuiste un monstruo, Frank. Solo fuiste... alguien que perdió demasiado.

Los pasos de Frank resonaron por el pasillo de concreto mientras las puertas de seguridad se cerraban tras él.

En su celda, sin luz más allá de la que se filtraba desde el pasillo, se sentó en la litera. El sonido distante de la ciudad seguía ahí, casi imperceptible. Cerró los ojos por un momento, recordando el rostro de su hija, el último cumpleaños que pasaron juntos... y la sangre. Siempre la sangre.

—¿Valió la pena? —murmuró en la oscuridad.

No había respuesta.

Solo el silencio.

Los días previos al juicio se hacían eternos. Frank Castle, encerrado en su celda, sentía que el tiempo lo mordía lentamente, como un castigo silencioso. La prisión tenía un olor que nunca se iba: a sudor, a desesperanza, a vidas rotas. Pero eso no era lo que más lo torturaba. Lo que realmente lo descomponía era el vacío que llevaba dentro.

Estaba solo, como siempre lo había estado desde que su familia desapareció de su vida. Pero esta vez, no por un disparo ni por una explosión, sino por una elección. La suya.

El silencio lo obligaba a pensar. Y pensar era un lujo que Frank Castle rara vez se permitía. Siempre fue más fácil actuar, disparar, moverse. Ahora, entre estas cuatro paredes, lo único que podía hacer era enfrentarse a sí mismo.

Se sentó en el borde de la litera, con las manos entrelazadas. La tenue luz del pasillo entraba por la pequeña ventana de la celda, proyectando sombras alargadas.

—Lo hice por ellos… —murmuró, como si decirlo en voz alta hiciera que sonara más noble.

Pero en el fondo, sabía que esa justificación tenía grietas.

Recordó la voz de Mephisto, suave, casi burlona, cuando le ofreció el trato.

"Puedo devolvértelos. Tu esposa. Tus hijos. Una vida. Solo tienes que hacer algo por mí..."

Frank aceptó sin pensar demasiado. Había estado roto tanto tiempo que cuando alguien le dio una ilusión de esperanza, la abrazó con toda su rabia.

Y Venezuela fue el escenario.

Derrocó al régimen con una precisión quirúrgica, organizó células rebeldes, destruyó estructuras corruptas y, sin darse cuenta, encendió una mecha que hizo caer a otros tiranos en cadena. La gente lo llamaba libertador en algunos lugares. Terrorista en otros.

Pero él sabía la verdad: lo hizo porque quería volver a ver a su hija sonriendo. A su esposa tocando su rostro por la mañana. No por justicia. No por humanidad.

Lo hizo por amor… disfrazado de venganza.

Se acostó en la litera, con las manos cruzadas bajo la cabeza. Cerró los ojos, intentando apagar la oscuridad que habitaba en su pecho. Pero su mente no obedecía.

Los recuerdos volvieron sin permiso.

Su hija corriendo en el parque, con los rizos al viento. Su hijo jugando a ser soldado con una pistola de plástico. Su esposa leyéndole algo desde el sofá mientras él cocinaba. Risas. Tardes sin preocupaciones. Calidez. El tipo de amor que no se puede enterrar.

Una lágrima le recorrió la mejilla. No por debilidad, sino por la verdad.

Porque esos días nunca volverán.

Y lo sabía.

No importaba cuántos gobiernos tumbara, cuántas balas disparara ni cuántos pactos sellara con demonios. Su familia estaba muerta. No solo físicamente, sino en el tiempo. En una línea del destino que ya no existe. Él vivía en una paradoja: un hombre que lo sacrificó todo por algo que jamás podrá recuperar.

Y aún así… volvería a hacerlo. Porque esa fue su naturaleza. Castigar. Arreglar con violencia lo que el mundo se negaba a cambiar.

Pero ahora estaba cansado.

—Mañana empieza todo —susurró al aire.

No sabía si sería condenado o liberado. No sabía si el mundo estaba listo para juzgarlo por algo que trascendía lo legal y lo moral. Pero al menos quería ir con la frente en alto, sabiendo que, aunque fue usado, también fue humano.

Se dio la vuelta en la cama, cerrando lentamente los ojos.

Mientras se sumergía en el sueño, lo último que vio en su mente fue la imagen de su familia en la playa. Sus risas entre las olas. Los abrazos. La paz.

Y luego, solo oscuridad.

Una oscuridad que, al menos por esta noche, era tranquila.

El día había llegado. El juicio del siglo, como lo llamaban algunos medios. Otros lo nombraban con tintes más siniestros: "El verdugo en la corte", "El asesino de dictadores", "El juicio del Castigador".

Nueva York se encontraba paralizada por la expectación. Los canales más importantes de noticias transmitían desde las afueras de los juzgados federales. Helicópteros sobrevolaban el edificio. La policía había acordonado toda la zona. Manifestantes a favor y en contra de Frank Castle llenaban las veredas. Algunos llevaban carteles que decían “Héroe sin capa”, otros lo tachaban de “Criminal de guerra”.

A lo lejos, el sonido de un motor rompió el murmullo de la multitud. Una camioneta blindada negra se acercaba, lentamente, seguida por dos patrullas. Las cámaras se alzaron. Los gritos se intensificaron. El vehículo se detuvo.

La puerta se abrió.

Frank Castle descendió primero. Vestía un traje negro sobrio, sin corbata. Sus ojos estaban fijos, serenos pero impenetrables. Su rostro, marcado por el tiempo y la violencia, no dejaba entrever emoción alguna. Tras él bajó Matt Murdock, también de traje, con su bastón rojo y su rostro imperturbable, guiando a su cliente con paso firme hacia los juzgados.

—¿Listo para hacer historia? —preguntó Matt en voz baja, esquivando los destellos de las cámaras.

—La historia ya la hice —respondió Frank sin detenerse—. Hoy solo quiero saber si me van a enterrar por ella.

—No te van a enterrar —dijo Matt—. Pero tampoco saldrás sin cicatrices.

Cruzaron el vestíbulo, dejando atrás los gritos de la prensa y el público. Los murmullos de empleados, abogados y oficiales de seguridad llenaban el espacio. Cada paso que daban resonaba fuerte en el mármol del suelo.

Frank observaba todo en silencio. Los detalles del edificio, las miradas que lo seguían, la tensión en el aire. No era miedo lo que sentía. Era algo más profundo. Algo que no se sacudía fácilmente: duda. Una que lo acompañaba desde días atrás.

En la sala de espera, antes de entrar al juicio, Matt se volvió hacia él. El abogado se quitó las gafas rojas y las limpió con calma.

—Quiero que seas sincero allá adentro, Frank. Pero recuerda: esto no se trata solo de ti. Cada palabra, cada gesto… va a resonar en cada rincón del mundo. Venezuela, Rusia, África, Asia. Hay gobiernos que te odian y pueblos que te veneran. Lo que digas, cómo lo digas… será parte del legado que dejes.

Frank asintió. Luego lo miró a los ojos.

—¿Y si digo que lo volvería a hacer?

Matt no parpadeó.

—Entonces di por qué. No solo el qué. Porque eso… eso es lo que hace la diferencia.

Hubo un silencio tenso. Matt se levantó, recogió su maletín y le hizo una seña a Frank.

—Es hora.

El pasillo que los llevaba a la sala principal era largo, y el eco de sus pasos se fundía con los susurros. En los pasillos ya se encontraban representantes internacionales, figuras de derechos humanos, diplomáticos y hasta héroes urbanos que alguna vez cruzaron caminos con Frank. Todos querían ver qué clase de hombre era… y si el infierno lo había transformado en mártir o en monstruo.

Al llegar a la gran sala, las puertas se abrieron lentamente. Una gran cantidad de personas ya estaban sentadas. En la primera fila, cámaras apuntaban con precisión. Los ojos se clavaron en Frank Castle mientras cruzaba el umbral.

En el estrado, el juez ya estaba preparado. Un hombre severo, de edad avanzada, con fama de inflexible.

Matt y Frank se sentaron en su lugar. El murmullo bajó.

Y por primera vez en años, Frank Castle se sintió completamente desnudo. No llevaba armas. No tenía más aliados que su conciencia… y la verdad que estaba dispuesto a contar.

Mientras la voz del juez comenzaba a llenar la sala con formalidades, Frank observó el escudo de la justicia tallado en madera sobre el estrado.

“La verdad prevalecerá”, decía.

Él no sabía si era cierto.

Pero estaba dispuesto a probarlo.

El murmullo se desvaneció. El juicio de Frank Castle había comenzado oficialmente. En la gran sala del tribunal, el juez golpeó la maza con firmeza, y el silencio se volvió casi absoluto. Solo los flashes de las cámaras y el rasgueo de bolígrafos llenaban la tensión que flotaba en el aire.

—Se abre la sesión. Caso número 57-CR-FC. El Estado contra Frank Castle.

Frank Castle, el hombre conocido como The Punisher, se mantenía sentado, rígido, como una estatua. A su lado, Matt Murdock, su abogado defensor, tenía la vista baja, escuchando con atención cada palabra del juez. Frente a ellos, los fiscales del gobierno federal se preparaban para exponer el caso.

El juez fue directo. Había una sola cuestión en la mesa: ¿las acciones de Frank Castle en Venezuela constituían crímenes de guerra, terrorismo internacional o eran actos de justicia personal amparados por una causa mayor?

El fiscal se puso de pie.

—Llamamos al acusado, Frank Castle, al estrado.

Frank se levantó. Caminó hacia el estrado en medio del murmullo del público, bajo la mirada de miles de personas, algunas presentes y otras desde pantallas alrededor del mundo. Se sentó, se acomodó y alzó la vista. Su mirada era clara. Cansada, pero firme.

La primera pregunta del fiscal llegó rápido, sin preámbulos.

—Señor Castle… ¿cómo supo usted que Nicolás Maduro estaría en el edificio presidencial ese día?

Frank parpadeó lentamente. Luego habló con voz grave, sin titubeos.

—Lo supe por alguien que… no pertenece a este mundo. Un ser que se alimenta del sufrimiento, del deseo. Su nombre es irrelevante para ustedes… pero para mí, es el demonio que me vendió una mentira.

Hubo un murmullo general. El juez golpeó la maza.

—Señor Castle, este tribunal requiere respuestas claras. No toleraremos evasivas ni fantasías.

Matt Murdock intervino, sereno.

—Su Señoría, el acusado está refiriéndose a su motivación personal. Puede ser interpretado como delirio, pero también es parte fundamental de su estado mental y su defensa.

El juez asintió, algo irritado.

—Prosiga.

Frank continuó.

—Ese ser me ofreció algo que no podía rechazar: volver a ver a mi familia. A cambio, debía eliminar un objetivo. Un dictador. Alguien que, según él, estaba condenado, pero que nadie en este mundo podía tocar. Me dio coordenadas. Me dio . No pregunté cómo… solo seguí la promesa.

—¿Está diciendo que viajó sin un pasaporte, sin billete de avión, y con directo a uno de los edificios más protegidos de Sudamérica? —preguntó el fiscal, escéptico.

—Sí —respondió Frank con sinceridad absoluta—. Desperté en Caracas. Sin saber cómo llegué ahí. Lo único que tenía era un mapa, un nombre y un propósito. Las armas estaban esperándome en una camioneta abandonada.

—¿Y usted simplemente… ejecutó el plan?

—No al principio. Dudé. Mucho. Pero… escuché voces. Vi imágenes de mi esposa. De mis hijos. Me convencí de que si hacía esto… los volvería a tener conmigo.

Matt observaba con atención. A pesar de la crudeza, Frank no mentía. No podía.

—¿Y después de la explosión? ¿Qué pasó? —preguntó otra de las fiscales.

—Nada. Me dejaron ahí. Abandonado. Sin respuestas. Sin familia. Supe entonces que había sido usado.

Frank bajó la mirada por un instante.

—Y desde entonces… cada día ha sido un castigo.

El juez le pidió que se mantuviera en el marco de los hechos, pero el silencio que se extendía en la sala era más poderoso que cualquier advertencia. Frank respiró hondo. Siguió hablando.

—Me engañaron con una ilusión. Pero también hice lo que nadie más se atrevió. El régimen cayó. No lo niego. Y muchos murieron. Pero yo… no soy un héroe. Ni un monstruo. Solo fui un hombre desesperado por ver a su familia una vez más.

Los murmullos aumentaron. En las filas del público, algunos aplaudieron en silencio. Otros negaban con la cabeza.

Matt aprovechó el momento y se levantó.

—Su Señoría, solicito que este testimonio sea considerado evidencia directa del estado emocional y mental del acusado. No justifica sus acciones… pero las contextualiza. Y eso importa.

El juez tomó nota.

—Aceptado.

Frank se quedó en el estrado unos minutos más. Le hicieron más preguntas: cómo evadió la Interpol, qué otras misiones había hecho, cómo escapó de Venezuela tras el atentado. Él respondió todo con frialdad y precisión. Pero cada vez que mencionaba a su familia, su voz cambiaba. Se quebraba apenas, como si el alma se asomara.

—¿Se arrepiente, señor Castle? —preguntó el fiscal, casi con cinismo.

Frank lo miró fijo.

—Me arrepiento de haber creído que el infierno tenía trato justo.

—¿Y de los muertos?

—Me arrepiento de haber tenido que elegir entre mi alma… y la memoria de mi esposa.

Una frase que quedó flotando en la sala. Como una sentencia moral más poderosa que la del juez.

Al terminar, Frank fue llevado de nuevo a su asiento. Matt lo miró. Le puso una mano en el hombro. Frank no reaccionó. Sus pensamientos estaban lejos, en un parque donde alguna vez jugó con sus hijos, en una mesa donde su esposa le servía café, en una foto vieja que ahora miraba cada noche como consuelo de una vida perdida.

Cuando el juicio se detuvo por un receso, Frank volvió a su celda momentáneamente, acompañado por agentes. En el camino, no dijo una sola palabra. Solo al entrar, murmuró algo:

—Espero que, donde estén… no me odien.

La celda se cerró con un golpe seco.

Y así concluye la primera parte del juicio. Con Frank Castle no como el Castigador… sino como un hombre que, tras destruir un régimen, se enfrentaba al juicio más cruel de todos: el de su propia conciencia.

La segunda parte del juicio comenzaba. La tensión en la sala era aún mayor que el día anterior. Las cámaras, las redes sociales y los medios del mundo entero estaban atentos a lo que ocurría. Frank Castle, con su traje de prisionero aún puesto, se sentaba derecho en el estrado, mirando al frente. Matt Murdock, como siempre, estaba a su lado, sereno, pero con el ceño fruncido, concentrado en cada detalle.

El juez abrió la sesión con voz firme:

—Hoy se escucharán los testimonios de personas relacionadas directa o indirectamente con los hechos ocurridos en Caracas, Venezuela, en relación con el acusado, Frank Castle.

El fiscal se puso de pie.

—Llamamos al primer testigo.

Uno por uno, antiguos trabajadores del edificio presidencial fueron tomando el estrado. Algunos eran funcionarios de bajo nivel, otros, trabajadores del servicio, incluso un exguardia de seguridad.

Uno de ellos, un hombre de unos 50 años, habló con voz pausada.

—Recuerdo que él se me acercó tres días antes de lo que ocurrió. Me dijo que lo que estaba por pasar era necesario. Que el mundo necesitaba ver lo que pasaba en nuestro país… Y que si no nos avisaba, no se lo perdonaría. No supe si creerle. Pero cuando lo vi… vi un hombre destruido, no un asesino. Nos pidió que nos marcháramos, que no estuviéramos ahí.

El fiscal objetó.

—¿Y usted le creyó?

—Sí. Porque prefería creer en un extraño que en los que llevaban años mintiéndonos.

Otro testigo, una mujer que trabajaba como asistente istrativa, declaró lo mismo. Confirmó que Frank había ado de forma anónima a varios empleados y que ellos, en secreto, corrieron la voz para evitar víctimas.

—No le dijimos a nuestras familias. No queríamos arriesgarlas. Nos pareció un castigo justo… para quienes nos robaban todo.

Matt se inclinó hacia Frank y susurró:

—Esto te está humanizando. No borra lo que hiciste… pero lo pone en contexto.

Frank no dijo nada. Pero por primera vez en semanas, parecía respirar con un poco menos de peso en el pecho.

Tras los testimonios, el juez pidió una última declaración directa al acusado.

—Señor Castle, una última pregunta. ¿Qué hizo usted para ocultar su identidad durante el año y medio posterior al atentado?

Frank se alzó del asiento, se colocó frente al micrófono.

—Viví como un fantasma. Usé el nombre de Gerry Conway —miró al juez, serio—, en honor al escritor que me dio vida en los cómics. Fue una ironía que creí necesaria. Me escondí en un pueblo olvidado al norte de Canadá. No hablaba con nadie, no causaba problemas. Solo… sobrevivía.

—¿Con remordimiento?

—Con resignación.

Un murmullo se esparció entre el público. El juez anotó algo en sus documentos. Luego miró a Matt y al fiscal.

—¿Ambas partes han terminado?

Ambos asintieron.

El juez se puso de pie.

—El tribunal tomará un receso de una hora antes de dictar sentencia.

La tensión llenó la sala. Matt y Frank hablaron en voz baja mientras el jurado deliberaba y el juez meditaba su decisión final. Frank apenas hablaba. En su mente solo pasaban imágenes de su esposa e hijos. No el dolor… sino los buenos recuerdos. Como si, de algún modo, el juicio le hubiera permitido volver a verlos sin culpa.

Una hora después, todos regresaron a la sala. El juez se acomodó, pidió silencio y se dispuso a leer el veredicto.

—En base a los testimonios presentados, a las pruebas, y al análisis de las motivaciones del acusado, el tribunal dictamina lo siguiente:

Un silencio profundo cayó.

—Frank Castle… es declarado inocente de los cargos por terrorismo y crímenes de guerra. No por glorificar sus acciones, sino por reconocer el contexto extraordinario en el que ocurrieron, y por los testimonios que demuestran que hubo una intención real de evitar víctimas civiles. Este tribunal no puede juzgar al infierno, pero puede juzgar a los hombres que lo cruzaron con honor.

Frank parpadeó. Por un segundo no entendía. Matt giró hacia él, y con una pequeña sonrisa, le colocó una mano en el hombro.

—Lo lograste.

Frank Castle, el hombre que durante años había sido visto como un asesino sin redención, exhaló como si por fin pudiera respirar. Matt se levantó y lo abrazó. Frank no reaccionó al principio, pero luego correspondió con fuerza. El público estalló en murmullos. Algunos aplaudían. Otros gritaban con furia. Las opiniones estaban divididas.

Pero para Frank, nada de eso importaba.

En la salida, los flashes volvieron a cegarlo. Las cámaras lo perseguían, y los reporteros gritaban su nombre.

—¡Frank! ¿Qué siente tras el veredicto?

—¿Volverá a ser el Punisher?

—¿Se considera ahora un héroe?

Frank solo respondió una cosa, en voz baja, casi para sí mismo:

—Solo quiero recordar cómo se vivía… sin guerra.

Matt lo acompañó hasta el coche. Antes de subir, Frank se detuvo. Miró el cielo. Por primera vez, no le pareció tan gris.

Y así cerraba el juicio más polémico de la historia moderna. El Punisher, redimido no por sus actos, sino por la verdad que cargaba en su alma. No era un héroe, ni un villano. Era un hombre que, en medio del infierno, intentó ser padre, esposo… humano.

Y aunque el mundo aún lo juzgara, él sabía que, por dentro, la sentencia final ya había sido dictada. Y era paz.

Era tarde. Las sombras se estiraban por las paredes del hogar de Gus como si intentaran alcanzar su mente inquieta. Sentado sobre su cama, rodeado de libros de ilusiones, Gus sostenía su cabeza con las manos. Su respiración era errática, su corazón palpitaba con fuerza.

Las visiones se repetían. No eran sueños comunes. Eran nítidas, vívidas, como si realmente hubiese estado ahí. La imagen de Evelyn sentada bajo un árbol ancestral, acariciando al pequeño Hunter en sus brazos, volvía una y otra vez. Odín de pie a su lado, su voz profunda pero reconfortante susurrando palabras que Gus no podía entender. Y siempre... el bosque.

—¿Por qué yo? —susurró Gus, apretando los dientes—. ¿Por qué estoy viendo esto?

Sabía que ocultarlo ya no era una opción. Su magia de ilusión nunca había funcionado sola, mucho menos cuando dormía. Esto era otra cosa. Algo más viejo, más instintivo. Y la única pista real que tenía... era el lugar.

El Bosque del Pasado.

Se levantó y buscó una pluma. Tomó una hoja vieja del escritorio, y escribió apresuradamente:

Papá, no te preocupes. Estaré fuera por la tarde. Necesito aclarar mi mente. Te quiero. Gus.

Dejó el papel sobre la mesa, se colocó una chaqueta ligera y salió de casa sin hacer ruido. La brisa nocturna le golpeó el rostro. Por alguna razón, el aire le parecía más espeso, como si la propia noche lo estuviera observando.

Del otro lado de Huesoburgo, Hunter caminaba tranquilamente por los mercados cerrados. Tenía el día libre de entrenamiento con Darius, y pensaba en el extraño sueño que había tenido la noche anterior. Un titán... una voz ancestral... y ojos brillantes observándolo desde el vacío.

No sabía qué significaba, pero había aprendido a confiar en sus corazonadas. Cuando vio a Gus caminando con paso decidido, solo y con la cabeza gacha, algo dentro de él se activó.

—¿Gus...? —susurró al reconocerlo.

Gus no parecía haberlo notado. Caminaba con dirección fija hacia el sur, hacia la zona boscosa. Hunter dudó por un segundo, pero luego lo siguió. Algo no estaba bien.

Mientras tanto, en una pequeña cafetería de Huesoburgo, Peter, Luz, Amity y Willow compartían una merienda. Reían con complicidad, pero aún con cierta preocupación en sus miradas por Gus.

—No me lo saco de la cabeza —decía Willow, jugando con una cucharilla—. Lo noté muy nervioso cuando nos fuimos.

—Yo también —asintió Luz—. Siento que está a punto de hacer algo impulsivo.

En ese momento, Peter se giró ligeramente hacia la ventana. Su sentido arácnido no se activó del todo... pero una punzada de inquietud le cruzó el pecho. Fue entonces cuando lo vio.

—¿Hunter? —murmuró.

Los demás lo miraron confundidos.

—¿Qué pasa con Hunter? —preguntó Amity.

—Está caminando hacia el sur... y parece que está siguiendo a alguien —dijo Peter, poniéndose de pie.

Luz se asomó.

—¡Es Gus!

—¿Qué demonios hace caminando hacia esa dirección a estas horas? —dijo Willow con alarma.

Peter no esperó más.

—Vamos. Algo importante está pasando.

Los cuatro salieron rápidamente del lugar, dejando la cuenta sobre la mesa. La noche había caído completamente, y el cielo estaba cubierto por una ligera niebla. Siguieron el rastro a una distancia prudente, sin llamar la atención de Hunter, quien, a su vez, trataba de no perder a Gus de vista.

Gus caminaba con decisión entre los árboles, sintiendo cómo la vegetación se volvía más densa, más antigua. Todo le resultaba familiar, pero de una forma extraña, casi como si ya hubiese estado allí en otra vida.

Pasó entre arbustos retorcidos y ramas con formas como garras. Finalmente, frente a él apareció el arco de piedra que Matt había mencionado años atrás: cubierto de musgo, con inscripciones antiguas en un idioma que apenas podía comprender.

El Bosque del Pasado.

Gus se detuvo, jadeando levemente. Tocó el arco con la palma de su mano. Sintió una especie de pulso. Una chispa. El bosque lo reconocía. Era como si lo estuviera invitando a entrar.

—Aquí es... —susurró.

—¡Gus! —dijo una voz tras él.

El chico se giró bruscamente. Hunter había llegado, agitado, con el rostro lleno de preocupación.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué te vienes solo a este lugar?

Gus bajó la mirada.

—Tenía que hacerlo.

—¿Tenías que hacer qué?

Gus tragó saliva.

—Ver por mí mismo lo que vi en mis sueños. No es solo una alucinación, Hunter. Sé que estuve aquí. Sé que algo me está llamando desde este lugar.

Hunter frunció el ceño.

—¿Por qué no nos lo dijiste? ¿Por qué lo has ocultado?

—Porque... —Gus bajó la mirada, sus hombros temblaban—. Porque tengo miedo. Porque no entiendo lo que estoy viendo. Porque desde que supe quién eras realmente… todo cambió. Vi a Evelyn contigo, de bebé. Vi a Odín. Vi algo que no entiendo y pensé que si tú te enterabas… tal vez no me querrías como amigo.

Hunter quedó en silencio por un largo momento. Los árboles crujían suavemente alrededor de ellos. Entonces, sin previo aviso, dio un paso adelante y puso una mano sobre el hombro de Gus.

—Gus... Eres mi mejor amigo. Eres como un hermano para mí. Si estás viendo cosas que nadie más puede ver, eso no te hace raro. Te hace especial. Nunca te alejaría por eso.

Gus lo miró con los ojos húmedos.

—Gracias...

—Ahora —dijo Hunter—. Si vas a entrar a este bosque, no lo harás solo.

—¿Seguros de que no irán solos? —dijo una voz detrás.

Peter, Luz, Amity y Willow aparecieron entre los árboles, respirando con dificultad.

—¡Los seguimos desde Huesoburgo! —dijo Luz—. ¿En serio pensaban entrar aquí sin nosotros?

Peter miró a Gus con una sonrisa serena.

—Sea lo que sea que busques, no tienes que enfrentarlo solo.

Gus los miró a todos, abrumado por el apoyo. Por primera vez desde que comenzaron las visiones, se sintió contenido.

—Gracias... en serio.

Todos giraron la mirada hacia el bosque. La niebla parecía moverse al ritmo de una respiración profunda. Como si algo, o alguien, los estuviera esperando.

—¿Están listos? —preguntó Gus.

—Siempre —respondió Hunter.

Y, sin dudarlo, los seis cruzaron el arco de piedra. Una sensación de electricidad los recorrió a todos, y el aire cambió. El bosque, antiguo y lleno de magia, acababa de abrir sus secretos.

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