Corría el año 1894 en un rincón tranquilo y montañoso de Cataluña. Las campanas de la iglesia marcaban las horas como si cada repique tejiera una parte más del destino de sus habitantes. En aquel pequeño pueblo, entre callejuelas empedradas y el eco del pastoreo, vivían dos niños cuyos caminos estaban entrelazados por una amistad que desafiaba normas y linajes.
José Enrique tenía doce años y una mirada altiva heredada de su padre, el maestre Rodrigo Enrique, un hombre severo, perteneciente a una antigua y reservada orden conocida como los templarios. Rodrigo, orgulloso de su linaje y obsesionado con la pureza de la sangre y las formas, soñaba con que su hijo algún día encabezara una causa mayor, lejos del lodo y la sencillez de la gente común.
Guillermo Alfonso de León, un año menor, era hijo de un trabajador humilde. Su piel tostada por el sol y sus manos con callos prematuros hablaban de una vida de esfuerzo. Su madre, oriunda de Puerto Rico —una colonia bajo el dominio español— le contaba historias de un mar más cálido y de tierras donde la lucha por la dignidad era constante. Guillermo escuchaba, pensaba y, a su manera, cuestionaba en silencio lo que su país hacía con aquellas tierras lejanas.
A pesar de las diferencias marcadas por la cuna y el apellido, José y Guillermo eran inseparables. A escondidas de los ojos severos del maestro Rodrigo, escapaban al campo con espadas de madera y cascos de hojalata. Allí, entre charcos y árboles, luchaban guerras imaginarias, reían sin preocuparse del mañana y, a veces, en esos silencios tras la batalla, hablaban del mundo más allá de su aldea.
“¿Crees que está bien lo que hacen en las colonias?”, preguntaba Guillermo, lanzando una piedra al río.
“No lo sé”, respondía José, pensativo. “Mi padre dice que llevamos civilización… pero mi madre nunca habla del tema.”
Las palabras quedaban flotando, como semillas en el aire. Aún eran niños, pero el mundo que los rodeaba ya comenzaba a marcar con tinta invisible las páginas de su historia.
Lo que ninguno de los dos sabía era que aquel vínculo, formado en el barro y la honestidad, sería puesto a prueba una y otra vez por la vida, por las decisiones de los hombres mayores, y por el peso del tiempo.
A pesar de las advertencias, de las diferencias impuestas por el mundo adulto, José y Guillermo seguían siendo inseparables. La amistad, tejida con hilos de barro y secretos, era más fuerte que las amenazas del linaje, más fuerte que las miradas de desprecio de los vecinos. Se tomaban de la mano al caminar entre los olivos, sin entender aún lo que eso significaba para los demás, pero sintiendo que era lo correcto, lo que el corazón les dictaba.
Pero en aquella época, algunos gestos eran pecados. Y el pecado, cuando se mezclaba con el orgullo de un hombre poderoso, podía encender tragedias.
Una tarde como cualquier otra, mientras los dos amigos regresaban del campo, riendo aún por alguna travesura, se encontraron de golpe con una escena que les heló la sangre. Frente a ellos, parado como un muro entre la inocencia y la brutalidad, estaba el maestre Rodrigo Enrique. A su lado, dos soldados reales, firmes, inmóviles, con los fusiles cruzados frente al pecho. Los tres esperaban. José se detuvo en seco, su risa muriendo al instante. Una sombra oscura le nubló el rostro.
—¡JOSÉ! —la voz del maestre retumbó como un trueno que parte el cielo—. ¿Qué se te cruza por esa cabeza al andar con este pedazo de desperdicio de civilización? ¡Y además tomados de la mano! No puedo creer que mi propio hijo sea un miserable desviado…
Guillermo dio un paso atrás, como si esas palabras lo hubieran golpeado físicamente. José temblaba. Abrió la boca, pero solo pudo balbucear:
—P-padre… yo…
La bofetada fue como un látigo. Seca, violenta, humillante. José cayó al suelo, la mejilla roja y los ojos aún más rojos por las lágrimas que brotaron sin pedir permiso. Antes de que pudiera reaccionar, el maestre lo tomó del brazo con fuerza, como si sujetara algo sucio que debía apartar.
—Matad al clase baja —ordenó, sin más.
El silencio se volvió plomo. Los soldados asintieron con la frialdad de quienes ya no cuestionan, solo obedecen. Levantaron los rifles. Guillermo, paralizado, comenzó a llorar, implorando sin palabras. José se revolvía con todas sus fuerzas, intentando liberarse, gritando con desesperación:
—¡NO! ¡GUILLERMO, CORRE! ¡PADRE, NO, POR FAVOR!
Pero era inútil. El agarre del maestre era como el hierro fundido. Los rifles apuntaban. El destino, cruel e inminente, parecía sellado.
Y entonces…
Dos disparos.
Pero no vinieron de los soldados.
Ambos cayeron al instante, sin siquiera haber apretado el gatillo. Un segundo de eterno silencio los cubrió a todos. El maestre giró la cabeza, incrédulo, buscando al autor invisible. Allí, entre las sombras de un callejón, estaba un hombre encapuchado, vestido con ropas oscuras, sencillas pero elegantes, como salidas de otro tiempo. No dijo palabra. Solo observó.
El corazón del maestre Rodrigo latió como si estuviera bajo amenaza. Lo reconoció de inmediato. Esa silueta, esa mirada oculta tras la capucha… pertenecía a la Hermandad de los Asesinos.
Sin pensarlo, giró y arrastró a su hijo con él. José apenas pudo mirar atrás una última vez, donde Guillermo, aún vivo, aún temblando, lo miraba con ojos de niño roto. Y aunque el maestre lo obligó a correr, en el pecho de José quedó clavado para siempre aquel momento. La traición, el miedo… y la promesa silenciosa de regresar.
El olor a pólvora aún flotaba en el aire cuando el hombre encapuchado se acercó a Guillermo. El niño no podía moverse, sus piernas temblaban y su pecho subía y bajaba a un ritmo desbocado. Se había quedado allí, solo, viendo cómo el mundo que conocía se derrumbaba con el eco de dos disparos que no acabaron con su vida, pero sí con su infancia.
El hombre se agachó frente a él. Limpió con cuidado las lágrimas que surcaban su rostro sucio y le ofreció una mirada que no llevaba juicio, solo comprensión. Bajo la capucha se reveló un rostro joven, apenas en la treintena. Su piel era morena y su cabello caía en finas rastas sobre los hombros. Había algo en sus ojos, una mezcla de fuerza y ternura, como quien ha visto demasiado pero aún no ha perdido la fe.
—Tranquilo, niño —dijo con voz suave—. Me llamo Yael Ortiz. Parece que te salvé justo a tiempo, ¿eh? ¿Cómo te llamas tú?
El niño tardó en responder. Tragó saliva, mirándolo con mezcla de miedo y esperanza.
—S-soy… Guillermo, señor Ortiz.
Yael sonrió, acariciándole el cabello con afecto, y le ofreció su mano.
—Vamos a casa. No estás solo.
Sabía perfectamente dónde vivía. Desde las sombras lo había observado más de una vez. No por desconfianza, sino por curiosidad, por un presentimiento. Lo que encontró al llegar fue una escena salida del infierno.
La casa ardía. Las llamas la devoraban con furia, como si quisieran borrar cualquier rastro de quienes alguna vez la habitaron. Guillermo soltó la mano de Yael y corrió, desesperado.
—¡MAMÁ! ¡PAPÁÁÁ! —gritaba, intentando abrirse paso, pero el calor era insoportable.
Yael lo detuvo, lo rodeó con ambos brazos y lo apretó con fuerza contra su pecho. Guillermo se debatía, gritaba, lloraba como si el dolor pudiera apagarse con fuerza bruta. Pero no se apagaba. Solo dolía más.
—Shhh… Ya no hay nada que puedas hacer —le murmuró Yael, con la voz quebrada—. Lo siento, chico. Esto… esto fue obra de tu enemigo. Rodrigo Enrique no deja cabos sueltos.
En ese momento, Yael decidió que no lo dejaría solo jamás. Lo adoptó, no por lástima, sino porque reconoció en ese niño el mismo fuego que él llevaba dentro: el fuego de los que han perdido todo y aún así siguen respirando.
Cuatro años pasaron. Era 1898.
Guillermo ya no era un niño. Había crecido, con músculos definidos y movimientos ágiles como el viento. Vestía ropas oscuras y elegantes, nada ostentosas, pero de tela fina y diseño funcional. Sus pasos ya no eran torpes, sino calculados. Aprendió a moverse como un gato por los tejados de Cataluña, saltando entre balcones y aleros, trepando como si la gravedad no tuviera autoridad sobre él.
Yael le enseñó más que a sobrevivir. Le enseñó a pensar, a observar, a esperar.
Cada semana, Guillermo se deslizaba entre las sombras, acercándose al palacio del maestre Rodrigo. Desde lo alto de una torre de vigilancia, observaba. Allí lo veía: José, su viejo amigo, convertido ahora en un joven de diecinueve años, alto, impecable, siempre bien peinado, con la postura recta de quien ha sido moldeado por el deber y la culpa.
Lo veía caminar junto a su padre, hablar con templarios, entrar en reuniones oscuras donde se gestaban planes de control y sometimiento. Pero en los ojos de José —cuando los alcanzaba a distinguir— Guillermo creía ver algo más: una sombra de tristeza, un vacío. Como si aquel día, el del campo y los disparos, no lo hubiese olvidado nunca.
Guillermo sabía que no podía acercarse de cualquier manera. Habían pasado años, y aunque su corazón anhelaba aquel reencuentro, sabía que José vivía en otro mundo ahora. Pero también sabía que aquel día llegaría. El momento en que lo tomaría por sorpresa, sin armas, sin odio… solo para hablar. Solo para mirarlo a los ojos y preguntarle:
¿Aún recuerdas quién eras?
Y en lo más profundo, Guillermo esperaba que la respuesta fuera sí.
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