En una aldea olvidada por los dioses, vivía una humilde campesina llamada Damaris, cuyo corazón hervía de ambición y rabia. Su vida en la tierra no le bastaba; soñaba con la gloria, con el canto de su nombre en las bocas de los poetas. Quería más que sudor y cosechas: deseaba guerra.

Un día, el destino se cruzó con su deseo. Mientras los soldados griegos acampaban cerca de su aldea, Damaris observó, oculta, a uno que se alejaba del grupo. Lo emboscó con sigilo, lo apuñaló sin piedad, y le robó la armadura aún caliente por la vida que había contenido.

Luego, se presentó ante el general del ejército, afirmando haber derrotado ella sola a un enemigo. Impresionado por su fiereza, el general aceptó ponerla a prueba. Damaris fue itida como soldado.
Pero no le bastaba ser una más entre los guerreros. En la soledad de la noche, alzando su espada hacia el cielo, invocó a Ares, el dios de la guerra. Y Ares la escuchó.
—Si me prometes sangre —tronó la voz del dios— te daré gloria.
—Tendrás más sangre de la que jamás hayas tenido —respondió Damaris, sellando así su pacto oscuro.
Desde entonces, en cada batalla, Damaris se convertía en una tormenta de violencia. No mataba por vencer, sino por placer. Destripaba, decapitaba, arrancaba con una sonrisa en los labios.

Su reputación creció como una llama: los enemigos temían su nombre, los aliados lo miraban con recelo.
Un día, sin embargo, el general, cansado del horror, decidió evitar un enfrentamiento innecesario. Ordenó la retirada.
Damaris lo vio como traición a Ares. Esa misma noche, tomó su espada que reposaba en la raíz de un árbol y asesinó al general mientras dormía.

Luego, ante los soldados, fingió lágrimas y les dijo:
—¡El enemigo ha matado a nuestro líder! ¡No podemos permitirlo! ¡Hay que vengarlo!—
Cegados por la rabia, los soldados lo siguieron. Ares, viendo tal astucia y devoción sangrienta, la recompensó: Damaris fue nombrada general.
Pero con el nuevo poder, la brutalidad de la campesina se desató por completo. Asolaba aldeas, masacraba sin juicio, convertía campos de batalla en pesadillas. La imagen del ejército griego se tornó oscura. El miedo reemplazó al respeto. La desconfianza al amor.

Fue entonces que Eros, el dios del amor, decidió intervenir.
—La guerra ha roto el equilibrio —dijo—. El odio de uno ha marchitado el corazón de muchos.—
Eros preparó una de sus flechas de oro, las que despiertan amores imposibles, y la disparó al corazón de Damaris.

El efecto fue inmediato: la guerrero se enamoró de su espada, de su forma, de su filo, de su peso. La trataba como si fuera su amada, hablándole en la noche, acunándola en la batalla.
En su siguiente guerra, un enemigo logró quebrar su espada en combate. Damaris cayó de rodillas, viendo los pedazos. Su corazón se partió con ella.

Sin su amada, la vida no tenía sentido. En silencio, recogió un fragmento del filo y se lo clavó en el pecho.
Así terminó la mujer que quiso ser más que una campesina. La guerra perdió a su sierva más leal, y el mundo recobró, poco a poco, la calma. Ares rugió de furia, pero no pudo revertir lo hecho. Eros, en cambio, sonrió, pues el amor aunque torcido había salvado al mundo.
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In a village forgotten by the gods, lived a humble peasant named Damaris, whose heart boiled with ambition and rage. His life on earth was not enough for him; he dreamed of glory, of the song of his name in the mouths of the poets. He wanted more than sweat and harvests: he wanted war.
One day, fate crossed with his desire. As the Greek soldiers camped near his village, Damaris observed, hidden, one moving away from the group. He ambushed him stealthily, stabbed him mercilessly, and stole the still hot armor for the life he had contained.
Then, she appeared before the army general, claiming to have defeated an enemy on her own. Impressed by her ferocity, the general agreed to put her to the test. Damaris was itted as a soldier.
But it wasn't enough for him to be one more among the warriors. In the solitude of the night, raising his sword towards the sky, he invoked Ares, the god of war. And Ares listened to her.
"If you promise me blood," thundered the god's voice, "I will give you glory."
"You will have more blood than you have ever had," Damaris replied, thus sealing his dark covenant.
Since then, in every battle, Damaris became a storm of violence. He didn't kill to win, but for pleasure. He gutted, decapitated, pulled out limbs with a smile on his lips.
His reputation grew like a flame: the enemies feared his name, the allies looked at him with suspicion.
One day, however, the general, tired of the horror, decided to avoid an unnecessary confrontation. He ordered the withdrawal.
Damaris saw it as betrayal of Ares. That same night, he took his sword that rested on the root of a tree and murdered the general while he slept.
Then, before the soldiers, he faked tears and said to them:
—The enemy has killed our leader! We can't allow it! You have to avenge it!—
Blinded by rage, the soldiers followed him. Ares, seeing such cunning and bloody devotion, rewarded her: Damaris was appointed general.
But with the new power, the brutality of the peasant was completely unleashed. He ravaged villages, massacred without trial, turned battlefields into nightmares. The image of the Greek army turned dark. Fear replaced respect. Distrust of love.