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CAPITULO 3: Dos caminos, Un destino

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La luz del alba se filtró por los vitrales del palacio, tiñendo las paredes con un rojo cálido y silencioso. En el centro de la gran sala, José Enrique yacía en el suelo, rodeado del eco de una noche que cambiaría su vida para siempre.

Sus párpados temblaron antes de abrirse de golpe. El corazón le palpitaba con violencia, como si aún sintiera el espectro de una presencia invisible. Se incorporó con dificultad, respirando agitadamente, y lo primero que vio fue el cadáver sin vida de su padre, el gran maestre Rodrigo Enrique, con una expresión congelada entre el asombro y el horror.

José se arrastró hacia él, dejando un rastro de desesperación, y cuando finalmente lo tuvo entre sus brazos, rompió en llanto.

—P-padre… —musitó con voz rota, una palabra que parecía arrancada de su alma.

El joven temblaba, entre sollozos de dolor y una ira confusa que se acumulaba en su pecho. Aquella máscara… aquella voz… aquel disparo. Sabía quién lo había hecho. Sabía que había sido su viejo amigo, Guillermo. No podía explicarse por qué, pero entendía que no había sido un acto vacío. Guillermo no era un asesino sin causa. Algo profundo y viejo, algo que quizás él había ignorado, lo había llevado a hacerlo.

Sin embargo, el dolor era más fuerte que la comprensión.

José cargó con su padre en brazos hasta la sede del Consejo de los Templarios en Cataluña. Allí, fue recibido por su tío, Óscar Enrique, un hombre de barba espesa, mirada astuta y manos curtidas por el poder. Tras una larga reunión entre los altos cargos de la orden, Óscar fue nombrado nuevo gran maestre de España.

José, por su parte, fue reconocido como el segundo al mando.

Pero José no quiso limitarse a los consejos ni a las salas de estrategia. Pidió entrenamiento. Quería aprenderlo todo: las técnicas de los asesinos, su sigilo, su velocidad, su forma de matar. Pero no para imitarlos. Para destruirlos.

Cada hoja oculta que empuñaba era una promesa de venganza. Cada movimiento de asesino que dominaba era una preparación para enfrentarse a Guillermo, si el destino así lo pedía.

—Si debo enfrentarlo —dijo alguna vez ante su tío—, lo haré. Con la misma frialdad con la que él mató a mi padre.

Mientras tanto, en una casa humilde pero segura, alejada del bullicio de la ciudad, el cuerpo herido de Guillermo yacía en una cama de madera. Yael Ortiz, el hombre que había sido su mentor, su figura paterna, lo observaba en silencio. Las vendas cubrían su abdomen, manchadas con un leve tono marrón seco. La fiebre ya había bajado, y el muchacho comenzaba a despertar.

Cuando los ojos de Guillermo se abrieron, encontró primero el techo de su hogar… y luego, el rostro severo de Yael.

—¿Yael…? —susurró, apenas consciente.

Pero no recibió la calidez acostumbrada.

El hombre dio un paso hacia él, el ceño fruncido y la voz dura como una roca:

—¿Por qué hiciste eso? ¿Acaso te has vuelto loco, Guillermo De León?

Guillermo se sentó con dificultad, aún débil. Pero su voz, aunque quebrada, salió con furia:

—¡Debía hacerlo! ¡El merecía morir! ¡Era una mierda de persona!

Yael lo miró con decepción. Se cruzó de brazos, respirando profundamente, intentando calmar el enojo que le hervía por dentro.

—¡Me apuñaló! ¡Estuve a punto de morir!

—¿Y ahora qué? —replicó Yael, acercándose más—. ¿Sabes lo que acabas de desatar? Mataste a un maestre templario. Toda la orden irá tras de ti. ¡Has puesto precio a nuestras cabezas!

Guillermo bajó la mirada por un instante. Su rabia se mezclaba con una culpa silenciosa que no quería itir. Pero en el fondo, lo sabía: algo había cambiado. No solo en él, sino en el mundo que lo rodeaba.

La guerra había comenzado. Y esta vez, era personal

Guillermo sentía una mezcla extraña entre orgullo y alivio mientras caminaba por las calles aún con los vendajes rodeándole el torso y parte del brazo. La brisa era suave, y aunque su cuerpo dolía, su alma estaba ligera. Por fin había acabado con aquel miserable que destruyó a su familia y casi lo mata a él también. El recuerdo oscuro que lo había atormentado noche tras noche se había disipado, como humo barrido por el viento.

Se vistió con su ropa casual, algo sencillo pero limpio, y salió sin rumbo preciso, simplemente deseando sentir el mundo con otra mirada. Su mundo, por primera vez en años, parecía brillar con un poco de alegría.

Pero la paz no suele durar mucho.

Una nueva inquietud se asomaba en su mente: José. ¿Tomaría represalias? Al fin y al cabo, había matado a su padre. Aunque, según sabía Guillermo, Rodrigo Enrique no había sido precisamente un buen hombre para José tampoco. Esa relación era más un campo de ruinas que un lazo familiar.

Trató de apartar la idea. Necesitaba enfocarse en lo simple. En lo humano.

Esa noche le tocaba cenar solo. Yael, su mentor y compañero, tenía una misión importante en Bilbao. Un trabajo más. Un nombre más por borrar. Así que Guillermo decidió cocinar algo sencillo. Fue a una tienda de comida elegante, de esas donde los precios se notaban en la ropa del personal y en la pulcritud del mármol blanco. Entró sin prisa, el paso aún algo lento por las heridas, y se acercó al mostrador.

Una chica de cabello negro, impecablemente vestida, lo atendió con una sonrisa medida, amable, casi profesional. Sus ojos lo escanearon un instante, quizás por curiosidad, quizás por educación.

—¿Qué va a llevar, caballero? —preguntó con voz serena.

Guillermo pensó por un segundo. No tenía ganas de algo complicado.

—Solo un poco de pollo, para llevar. Hoy ceno solo.

Ella asintió, sin más preguntas. Le entregó el pedido con eficiencia y una pequeña sonrisa de despedida. Guillermo respondió con un leve asentimiento y salió de la tienda, con la bolsa en la mano y los pensamientos otra vez más pesados.

Al llegar a casa, abrió la puerta con cuidado. El interior estaba en silencio. Yael ya se había ido.

Guillermo se quedó unos segundos de pie en la entrada, con la sensación de que la verdadera tormenta apenas estaba comenzando.

#OffTopic

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