La calle huele a fuego,
los demonios me odian,
mi casa se quema,
mi templo colapsa.
Mis ojos cansados gritan,
mi respiración agitada es un tambor de guerra,
caparazón de espadas clavadas.
El mundo me destierra,
y yo me empujo.
Nunca una noche silenciosa retumbó tan fuerte.
Mi cuerpo insonorizado no deja salir nada.
La bandera blanca se tiñó de rojo.
Di un paso.
En la punta del abismo miré hacia abajo:
el mar de cemento me reclamaba.
Silencio absoluto.
El sonido que hace un vidrio después de quebrarse.
Sin motivo motivado,
me dispongo a dar un paso vacío.
La fuerza no existía en ese momento.
Y si existía,
no tenía sentido usarla.
Solo tenía sueño.
La existencia me agotó.
Cuando estaba listo,
una mano me agarró,
me sostuvo
y me devolvió.
No había nadie.
Solo yo.
Solo yo.
Y lloré.
Lloré y grité.
Y la noche volvió a tener sonido.
Y mis días nunca volvieron a estar solos.
Porque desde ese momento,
pude sentir
que siempre tengo
una mano amiga
que no me deja caer.
(Si por casualidad alguien lee este post y está enfrentando algo parecido, o pasó por un momento suicida, no te avergüences. No te hace ser más ni menos. Recuerda que te tienes a ti, y, si así lo deseas, también tendrás a tu familia o amigos.
El mundo a veces quema, duele… pero no siempre es así. Te aseguro que, cuando te encuentras, es lo más precioso del mundo. Eres luz, aunque incluso la luz tarde en llegar, según la distancia.
Jamás estás sol@.
Se puede salir del abismo.
Eres una criatura del universo, igual que las estrellas, y mereces existir.
Lucha con amor.
Conócete.
Hazte amigo de ti.)

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