Hasta el ombligo

La consciencia, el sentido y el miedo danzaban en la habitación, las notas se elevaban con prisa y en su apogeo, los estruendos de los instrumentos le dieron un final a aquella melodia.

Conocidos en el mar, extraños en el hogar, nuestra armonia se iba derrumbando camino a la morada en la que refugiabamos la magia de ser el uno para el otro.

El llanto mi varita no lo detenía, la rabia no se contenía ni las palabras se silenciaban.

Destellos sin cesar, era una batalla gloriosa.

No sé qué desencadenó todo este lío, bueno, confieso que si lo sé, fui yo ¿Pero totalmente? No. No fui solo yo.

Me ardía la sangre de ira, no podía comprender el porqué no obtengo respuestas, el porqué no hay una razón para las acciones cometidas, no entiendo que fue lo que hice mal.

La puerta se cerró, nos ignorabamos como desconocidos en un mismo lugar. Las cosas volaban preparando mis arapos en la maleta, y este, de su varita sacaba chispas para encender un poco la llama y abrigar, tal vez, su prisión llamada soledad.

Nos mirábamos de reojo, con amor y un poco de temor.

¿Te vas? Suave e hiriente pregunta, un sí como respuesta.

Un desinterés expresado en su sonrisa y un quédate en sus ojos.

Sin más las culpas empezaron a asomarse por nuestras bocas y algunas cosas que no se deben decir, se dijeron.

Varitas levantadas, apunto de atacar. Más un golpe en plena cara, un ardor en la piel y un dolor hasta el ombligo. Fue lo único que recibí.

Hubiera dolido menos morir ante una luz verde, y no ser herida tan mundanamente.

Huir o quedarme, quererle u odiarle. Estoy en la orilla de la habitación rogando que se aleje, pidiendo irme, pidiendo a gritos el que era mentira lo sucedido.

Un perdón, un nunca más, un te lo juro y un te quiero, y por terminar, un está bien, primera y última vez.

Pequeña confesión. 16 abril