El aire de la colonia estaba cargado de tensión. Los criollos murmuraban en las plazas, los campesinos hablaban en susurros y los soldados españoles patrullaban las calles con mayor frecuencia. Se decía que la situación en España era inestable y que la corona de Fernando VII pendía de un hilo. En la sombra de esta incertidumbre, un grupo de bandidos había comenzado a atacar a los criollos independentistas, robando provisiones y documentos clave.
Ximena escuchó las primeras noticias mientras bordaba en la casa de una dama criolla. Dos mujeres conversaban con cautela en la habitación contigua:
—Anoche atacaron la residencia de don Echeverría. Se llevaron todo el maíz y los documentos de su escritorio.
—Dicen que su líder no es un hombre común… que puede moverse como un demonio en la oscuridad.
Ximena se quedó quieta. La inquietud creció en su pecho. Desde que había encontrado aquellos aretes y conocido a Tikki, su mundo había cambiado. Y ahora, algo le decía que este ataque no era como los demás.
Por su parte, Rodrigo escuchó historias similares mientras ensillaba los caballos en la hacienda. Uno de los sirvientes indígenas habló en voz baja:
—No son bandidos normales. Vi a uno saltar desde un tejado de tres pisos y aterrizar sin un rasguño.
Rodrigo no era ajeno a las hazañas de los ladrones en la ciudad, pero esto sonaba… diferente. Cuando cayó la noche, la inquietud en ambos jóvenes se convirtió en acción.
Esa noche, el objetivo de los bandidos fue la casa de un importante criollo simpatizante de la independencia. Ximena, siguiendo su instinto, se dirigió al lugar con una capa oscura cubriéndola. Rodrigo, acostumbrado a moverse en la clandestinidad, también merodeaba por la zona.
Fue en el momento en que los primeros gritos rompieron el silencio que ambos supieron que tenían que actuar.
Ximena sintió un cosquilleo en sus aretes. Antes de que pudiera pensarlo demasiado, Tikki susurró en su mente:
—¡Di las palabras, Ximena!
Rodrigo, oculto en un callejón, sintió lo mismo con su anillo. Plagg, con su usual tono burlón, le susurró:
—Vas a querer usar esto, chico. Créeme.
Ambos pronunciaron las palabras mágicas sin comprender del todo lo que hacían.
En un instante, Ximena sintió una energía recorrer su cuerpo. Su atuendo cambió: ahora llevaba un hermoso vestido rojo con mangas abullonadas y falda amplia, decorado con pequeños puntos negros. Un corsé negro ceñía su cintura, y en sus pies lucía unas elegantes botas de cuero negro. Un antifaz a juego cubría su rostro, dándole una apariencia misteriosa pero majestuosa.
Rodrigo, en cambio, sintió su cuerpo más ligero y ágil. Su ropa se transformó en un elegante traje de charro, pero adaptado para la movilidad: chaqueta negra ajustada con detalles dorados en las mangas y el pecho, pantalones negros con botonaduras a los costados y botas de cuero. Su antifaz negro hacía juego con su nueva apariencia, y en su cintura colgaba un chicote trenzado, perfecto para trepar y atacar con precisión.
La transformación fue rápida, pero la batalla estaba a punto de comenzar.
Los bandidos, al notar la llegada de los extraños enmascarados, se movieron con una velocidad poco natural. Su líder, un hombre con una máscara de calavera, se volvió hacia ellos.
—¿Qué tenemos aquí? —murmuró con una voz áspera—. Dos ilusos jugando a ser héroes.
Ximena y Rodrigo se lanzaron al ataque, pero pronto se dieron cuenta de que sus poderes eran más difíciles de controlar de lo que imaginaban. Ximena, en un momento de desesperación, sintió un calor en su mano y, sin saber cómo, conjuró su Amuleto Encantado. Un pequeño objeto apareció en su palma: un yoyo dorado con filigranas negras. Instintivamente lo lanzó, atrapando a uno de los bandidos.
Rodrigo, en cambio, activó su Cataclismo sin darse cuenta. Apenas tocó una farola cercana, la madera se pudrió y se desmoronó en segundos.
—¡Rayos! —exclamó, saltando hacia atrás.
Pese a su torpeza, lograron repeler el ataque. La casa fue protegida, pero los bandidos escaparon en la oscuridad.
La batalla no pasó desapercibida. Testigos contaban haber visto a una mujer con un vestido rojo como el fuego y a un hombre con la agilidad de un jaguar.
—¡Los protectores de la ciudad! —gritó un niño en la plaza al día siguiente.
La historia comenzó a extenderse. En los mercados, en las tabernas, en las casas criollas y en los barrios bajos. La gente los bautizó con nombres inspirados en su apariencia:
—La Mariquita.
—El Gato Negro.
Ximena y Rodrigo no sabían lo que esto significaba aún, pero algo era seguro: el pueblo ya los veía como héroes.

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Quedo tostada la Maribel